1 / Encuentros...
El humo de mi cigarrillo se contornea sobre los
últimos acordes de la noche.
Afuera, llueve a cántaros la pena de hombres sin alma
que deambulan errantes por las líneas etéreas del abismo.
La habitación del hotel parece un desierto en plena
tempestad de arena y mi cama solitaria no es más que un túnel hacia la
dimensión del olvido.
De un solo trago termino el vaso de bebida blanca que
reina venenosa sobre la mesa y el estómago me cruje. La soledad es una ramera
embrujada que me oprime el pecho y contrae cada fibra de mi cuerpo.
Decido aventurarme hacia la entrañas de la dama oscura
a empaparme de su silencio, de sus aullidos y del fuego que escupen las bestias
que han dejado las cadenas del tártaro. Tal
vez ande dando vueltas, perdido como yo, un soplo de amor sin destinatario- pienso, mientras acomodo la solapa desgastada de mi gamulán marrón.
Las calles grises le dan la bienvenida a mis pasos
tenues. Algunos ojos puntiagudos, afiebrados como el infierno, me ubican entre
la fina llovizna y se agazapan entre las formas sin forma que dormitan en las
penumbra de la ciudad. Yo los ignoro y sonrío de costado. Ya he aprendido a
convivir con su lúgubre cobardía.
La estruendosa sirena de un patrullero estalla en mis
tímpanos de repente, interfiriendo con
mi marcha de pensamientos desprolijos.
Como llamados por la melodía de un flautista mágico,
mis movimientos danzan impetuosos al compás del bullicioso destello que explota
sobre el techo del automóvil, entonces, sin meditarlo, apresuro mis pies y
persigo esa estela rojiza de luz alborotada.
El auto continúa su apresurada cruzada un par de cuadras más y
se detiene en la callejuela mal oliente de un callejón colonizado por la brea
densa de la cómplice oscuridad.
Estoy en la vereda del frente. Inerte como una gárgola
testigo, casi sadista, diría yo, a ésta altura, después de noches incontables de
esta suerte de voyerismo al que recurro
para curarme del insomnio- tal vez simplemente
me guste asistir al banquete de la noche- medito, exonerándome de semejante
manía.
Del patrullero descienden dos hombres desgarbados y
fuera de estado físico que con exasperante pachorra mueven sus pies uno delante
del otro para acercarse al lugar de los hechos- seguramente se trate de un joven
baleado en un ajuste de cuentas o de una anciana demolida a golpes por no
querer desprenderse de sus pocos pesos- pienso, mientras enciendo un
cigarrillo-.
Un número considerable de curiosos- errantes como yo
en los vestidos de las sombras- se amontona a presenciar el “espectáculo”:
mendigos, prostitutas, chulos, artistas sin escenario, nómadas sin techo, desalmados
sin redención…
Al cabo de unos minutos, una ambulancia irrumpe enmudeciendo
el tumulto- Es una mujer…- balbucean los que están más cerca.
Sin destrezas, el chofer estaciona detrás del móvil
policial obstaculizando así mi visión. Me ofusco y me adelanto en un trote-
impulso al que mi anatomía responde de manera inconsciente- cruzo la acera y me
mezclo con la turba expectante, que otea y murmura entre dientes, mientras un
hombrecito envuelto en una percudida chaquetilla blanca le hace señas a su
acompañante para que lo ayude a compaginar el cuerpo inerte de la víctima sobre
la camilla, entonces sucederá. Sus pupilas sin vida se encontrarán con las mías,
y en un segundo a contratiempo, con el universo entero deteniendo su marcha solo
para a mí, llorarán en silencio mis ojos desorbitados y crujirá en estruendoso
dolor mi corazón presa del desconcierto y sabrá mi alma, con la certeza que
sólo tienen aquellos que han resucitado del amor y sus cruentos inviernos; que ella y yo nos hemos amado en otra vida en otro
tiempo en otro suspiro del cosmos, cuando su cuerpo de flor no perecía entre
las sucias manos de un anónimo matador y yo no andaba en pena cargando con mis
alas grises por las calles envenenadas de esta maldita ciudad…
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