miércoles, 23 de octubre de 2013

Las Crónicas del Ángel


1 / Encuentros...

El humo de mi cigarrillo se contornea sobre los últimos acordes de la noche.
Afuera, llueve a cántaros la pena de hombres sin alma que deambulan errantes por las líneas etéreas del abismo.
La habitación del hotel parece un desierto en plena tempestad de arena y mi cama solitaria no es más que un túnel hacia la dimensión del olvido.
De un solo trago termino el vaso de bebida blanca que reina venenosa sobre la mesa y el estómago me cruje. La soledad es una ramera embrujada que me oprime el pecho y contrae cada fibra de mi cuerpo.
Decido aventurarme hacia la entrañas de la dama oscura a empaparme de su silencio, de sus aullidos y del fuego que escupen las bestias que han dejado  las cadenas del tártaro. Tal vez ande dando vueltas, perdido como yo, un soplo de amor sin destinatario- pienso, mientras acomodo la solapa desgastada de mi gamulán marrón.
Las calles grises le dan la bienvenida a mis pasos tenues. Algunos ojos puntiagudos, afiebrados como el infierno, me ubican entre la fina llovizna y se agazapan entre las formas sin forma que dormitan en las penumbra de la ciudad. Yo los ignoro y sonrío de costado. Ya he aprendido a convivir con su lúgubre cobardía.
La estruendosa sirena de un patrullero estalla en mis tímpanos de repente,  interfiriendo con mi marcha de pensamientos desprolijos.
Como llamados por la melodía de un flautista mágico, mis movimientos danzan impetuosos al compás del bullicioso destello que explota sobre el techo del automóvil, entonces, sin meditarlo, apresuro mis pies y persigo esa estela rojiza de luz alborotada.
El auto continúa su apresurada cruzada un par de cuadras más y se detiene en la callejuela mal oliente de un callejón colonizado por la brea densa de la cómplice oscuridad.
Estoy en la vereda del frente. Inerte como una gárgola testigo, casi sadista, diría yo, a ésta altura, después de noches incontables de esta suerte de voyerismo al que recurro para curarme del insomnio-  tal vez simplemente me guste asistir al banquete de la noche- medito, exonerándome de semejante manía.
Del patrullero descienden dos hombres desgarbados y fuera de estado físico que con exasperante pachorra mueven sus pies uno delante del otro para acercarse al lugar de los hechos- seguramente se trate de un joven baleado en un ajuste de cuentas o de una anciana demolida a golpes por no querer desprenderse de sus pocos pesos- pienso, mientras enciendo un cigarrillo-.
Un número considerable de curiosos- errantes como yo en los vestidos de las sombras- se amontona a presenciar el “espectáculo”: mendigos, prostitutas, chulos, artistas sin escenario, nómadas sin techo, desalmados sin redención…
Al cabo de unos minutos, una ambulancia irrumpe enmudeciendo el tumulto- Es una mujer…- balbucean los que están más cerca.
Sin destrezas, el chofer estaciona detrás del móvil policial obstaculizando así mi visión. Me ofusco y me adelanto en un trote- impulso al que mi anatomía responde de manera inconsciente- cruzo la acera y me mezclo con la turba expectante, que otea y murmura entre dientes, mientras un hombrecito envuelto en una percudida chaquetilla blanca le hace señas a su acompañante para que lo ayude a compaginar el cuerpo inerte de la víctima sobre la camilla, entonces sucederá. Sus pupilas sin vida se encontrarán con las mías, y en un segundo a contratiempo, con el universo entero deteniendo su marcha solo para a mí, llorarán en silencio mis ojos desorbitados y crujirá en estruendoso dolor mi corazón presa del desconcierto y sabrá mi alma, con la certeza que sólo tienen aquellos que han resucitado del amor y sus cruentos inviernos; que  ella y yo nos hemos amado en otra vida en otro tiempo en otro suspiro del cosmos, cuando su cuerpo de flor no perecía entre las sucias manos de un anónimo matador y yo no andaba en pena cargando con mis alas grises por las calles envenenadas de esta maldita ciudad…


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