viernes, 5 de julio de 2013

Cartas para Noa (6)




Hoy que tengo la capacidad de ver a través del tiempo me pregunto si las personas somos capaces de comprender la verdadera magnitud de un acontecimiento, la dimensión real de un evento que inevitablemente se transforma en un giro abrupto, en un desvío hacia “algo” que llamamos destino, si es que existe cosa tal.
Sentada en la mesa de una casa que nunca fue mi casa y que me alberga veinte años después de haberla rechazado-sola, como una Ariadna de corazón amputado- no puedo evitar transportarme a ese instante transcendental que el universo tenía preparado para a mí y que tuvo su puntapié inicial en las breves palabras que pronunciará Ricardo.
Un episodio que abrirá ante mí un largo camino de circunstancias decisivas, de necesarios y forzosos despertares que siempre estuvieron configurados  para traerme de vuelta hasta esta cocina, esta vez vacía, más vacía que nunca.
Los días se escaparon implacables como agua entre mis manos sin importarles mi alucinación de niña-cenicienta, recordándome que mi quimera sí tenía fecha de expiración.
Me duele dejar a Nick. Siento adentro, muy adentro del pecho, como si me hubiera embebido una fuerza mística de otros mundos, que mi tiempo con él aún no debe terminar.
Mi avión despega en dos días. Él insiste en acompañarme hasta el aeropuerto pero yo me rehuso. No quiero prolongar la tristeza de la despedida; y aunque se canse de prometerme que nuestra relación no debe terminar sólo porque vuelva a mi país, yo insisto en que debemos ponerle un punto final y evitarnos sufrimientos en vano.
No lo comprende y se ofusca reclamándome que no hago el intento de seguir adelante.
Ricardo será franco y directo, y su frase se quedará levitando alrededor de la mesa como un fantasma convocado.
Dirá: Con tu tía hemos decidido, si estás de acuerdo por supuesto, costear tu carrera de medicina aquí en Miami.
 Fue tan avasallante la oración, que me quedé absorta, sin poder pronunciar ni una sola palabra. Me quedé como ahogada y sin dar crédito alguno a lo que estaba sucediendo, casi lo tomé a la ligera, como se toma la noticia del tiempo, y simplemente dejé escapar una sonrisa diminuta.
Él  dibujó en su rostro una mueca ante mi sorpresiva -y supongo -inesperada reacción y volvió a repetir la misma frase; esta vez, Greta lo avaló acercándome una carpeta de tapas verdes que había buscado en una pequeña mesa del Living-romm.
Desconcertada aún, tomo la carpeta entre mis manos. La apoyo sobre la mesa y a duras penas logro levantar la tapa con mis dedos transpirados.
Lo hago.
El interior está lleno de papeles,  borrosos ante mis ojos.
—Son los formularios de admisión al Miller School of medicine—me dice Ricardo. 
Ahora el corazón me late a una velocidad inusitada. Contemplo la pila de formularios  y lloro por fin, aliviando así el cúmulo de emociones que se habían amontonado en mi pecho. 
―Pero tío…yo no sé, nunca pensé que… ¿cómo haría para devolverte todo esto? Mi madre…ella es…vos la conoces….―balbuceo entre lágrimas.
Ricardo se sienta a mi lado y me agarra la mano intentando tranquilizarme.
―No tendrías que devolvernos nada Sofi — comienza—Tu tía y yo venimos hablando hace años sobre esto. Siempre quisimos un hijo a quien brindarle todo lo que hemos conseguido. Vos sos como nuestra hija y te amamos y sabemos lo que te gusta estar aquí
― no sé qué debo decir–lo interrumpo.
–Di que sí. Yo voy a ocuparme personalmente de hablar con tus padres y sobre todo con tu madre. No va a negarse. Créeme. Le vengo hablando de esta posibilidad desde hace unos meses. Lo importante es que vos estés dispuesta.
Vas a tener que estudiar mucho,
―Es tanto dinero…–continuo diciendo―Lo menos que debes hacer es preocuparte por el dinero Sofi–me dice Greta–solo de asumir el compromiso, van a ser cuatro largos años. Tal vez haya días que no puedas ver a Nick, o incluso no podrás viajar seguido a ver a tu familia por las actividades en el campus…
Ricardo y Greta intercambian miradas.
—Porque no lo piensas. Es una decisión muy importante. Tómate tu tiempo—concluye Ricardo.
Asiento con el rostro.
No es que necesite pensar porque me asalte alguna duda. Necesito pensar para saber si es que acaso voy estar a la altura de las circunstancias.
A la mañana siguiente le cuento lo sucedido a Nick, y él, hilarante de felicidad, me aprieta entre sus brazos mientras me apabulla con miles de detalles sobre la Universidad- él estudia leyes en las mismas instalaciones-
Agrega además que no me atreva a dudar de mí. Me dice, mientras me besa despacio en los labios, que yo he nacido para triunfar, como él, que ha venido al mundo a tomar todas y cada una de las grandes oportunidades que le presente la vida.
—Somos privilegiados Sofi ¿Sabes cuanta gente quisiera estar en nuestro lugar? ¿En tú lugar justo en este momento? No lo pienses ni un instante más... Esto es lo que querías y lo tienes entre tus manos. 
Del otro lado del océano mi familia ya está al tanto.
El viaje se hace largo, prácticamente tedioso. Estoy nerviosa. No puedo frenar mis pensamientos.  La imagen de mi madre. Sus negativas elegantes y magistralmente fundamentadas. La mirada casi maliciosa de Florencia y su derrotismo ilustrado. Todo junto y a la vez me producen un estado de insomnio que me estalla la cabeza.
El avión aterriza a horario. Detrás del vidrio el rostro iluminado de mi Padre me arrebata del espanto.
Me estrella en sus  brazos al verme y me besa la frente varias veces con ternura en un derroche de cariño que rara vez puede desplegar frente a mamá y sus formas cuidadas a ultranza.
Hacemos los trámites sin demora.
Mi Madre está en el auto, envuelta en sus grandes anteojos oscuros. La conozco y sé que está intentando ser congruente con su manera de pensar al respecto de la situación, marcando cierta distancia.
Al vernos, baja del auto y me abraza tiernamente durante algunos minutos.
―Estás bronceada―me dice, mientras acomoda mi pelo detrás de las orejas.
―Sí, el sol es muy fuerte en la playa―le respondo sonriendo y atorada de anécdotas que ella corta al ras al alejarse repentinamente.
El destello de ternura maternal  ha terminado.
Mira a Ricardo y lo abraza. No es común ver a mamá en derroches de vulnerabilidad por lo que el momento es digno de ser atestiguado con asombro-
Entre risas y charla mi casa se manifiesta de repente en el camino y entonces comienza, entre ese refugio de niñez con su jardín repleto de ogros, duendes, hadas, señores alados y yo, a producirse la fractura. La desconexión fatal y definitiva.
Mis pies tocan las losetas sin brillo del cantero con sus geranios colorados y no reconocen mi energía de otro mundo. Mi nueva vibración.
Durante varios segundos me quedo muy callada parada en el hall tratando de decodificar alguna de las tantas sensaciones que me bombardean desmesuradas, y atestiguo, con incontrolable estupor, la disociación entre la que fui antes de haber partido y ésta que soy ahora.
Respiro profundamente y entro. Millones de ojos invisibles buscan reconocerme pero mi olor ha cambiado, mi piel es otra, mi rostro no es el mismo.
La transfiguración es tan obvia que Sam, mi perro de toda la vida, se detiene unos segundos y olfatea mis pies, examinándome desesperadamente, después me mira fijo por un instante y me encuentra detrás del traje de estreno, entonces comienza a mover la cola y se entusiasma saltando para llamar mi atención. Consternada, lo acurruco entre mis brazos, y le beso el hocico como lo hago desde que tengo 5 años.
Intentando hacer de cuenta que no me siento perdida, subo las escaleras con ligereza y me encierro en mi habitación. Necesito la soledad del contacto con mis cosas.
El lugar está en penumbras. La ventana aún permanece cerrada. Me siento en la cama y miro a mí alrededor; descubro que todo está difuso: la casa de muñecas, los osos de peluche, los almohadones de Kitty, los álbumes de figuritas que atesoro con recelo…cada cosa se esfuma frente a mis pupilas.
¿Acaso ya no soy esa niña adolescente que se conformaba solo con soñar? No, ya no lo soy–pienso, apretando los párpados.
Marcelo entra y se sienta a mi lado. Tanto me conoce que sabe perfectamente lo que estoy experimentando. Apoyo la cabeza en su hombro y me permito desahogarme dejando escapar unas tímidas lágrimas.
―No dejes que nada te aleje de tu sueño–me dice y acaricia mi pelo–con el tiempo mamá lo va a entender
— ¿Y si no lo hace?–me duele hacer esa pregunta, tal vez porque en el fondo ya conozco de antemano la respuesta.
―Tendrá que vivir con eso
―supongo que sí―
—Sólo te pido que trates de estar tranquila y que esta vez intentes ponerte en su lugar–me dice Marcelo y me mira fijamente–Sabe que no vas a volver y debe ser duro para ella como madre.
Seco mis lágrimas.
―Claro que voy a volver Marce—le respondo, visiblemente confusa ante sus palabras—todas las veces que pueda.
―No Sofi. No vas a hacerlo, no realmente. Mirate…ni siquiera volviste ahora y te fuiste solo un mes.
Me apoyo nuevamente sobre su hombro. Tiene razón y lo sé.
―Lo siento–digo y empiezo a llorar otra vez sin poderme contener.
―No lo sientas, así son las cosas. Si estás totalmente convencida de tu decisión, no lo desperdicies, es algo que no se da siempre en la vida de alguien.
Nos quedamos un rato largo en silencio. No hizo falta decirnos más nada.
 No puedo evitar sentirme incómoda ante la sutil mirada celosa de Florencia que de vez en cuando me mira de reojo.
Ricardo está relajado y tomando la situación con extrema naturalidad, como dando las cosas por sentado. Yo no puedo dejar de pensar que Cristina Anderson no va a dejarme salir de su círculo energético así como así.
El tema surge en el living-comedor.
Mi madre reina solemne sentada en un sofá. De vez en cuando sorbe su vaso de cerveza helada y escucha con peligroso silencio los calmos argumentos de su hermano menor.
Mi padre me mira al borde del orgullo y no puede disimularlo un instante. 
Finalmente, después de casi cuarenta minutos del monologo casi publicitario de Ricardo, mi madre hace una pregunta.
— ¿Cuánto tiempo es que dura la carrera?–la pregunta solapa un tono filoso
―Cuatro años–Le responde Ricardo a secas, sabiendo que ya conoce la respuesta y desplegando también un tono que entre ellos parece un código ya conocido.
―…Es mucho tiempo.
―No lo es, Cristina. Al contrario.
―Después de graduarse tendría que trabajar en Miami…
―Sólo si Sofía así lo decide. Siempre se puede revalidar el título.
Después vuelve el silencio, otra vez las miradas celosas y el aire tirante flotando por los rincones de la sala.
Mi madre aprieta los labios, sabe que tiene todas las de perder.
A esta altura, yo la miro con recelo perdida entre los almohadones del sofá, tratando de descifrar si su negatividad es o no puro egoísmo. Tratando de vislumbrar si en las duras líneas de su cara tensa, en cada una de sus formas estrictas o si en su jaula aparentemente cariñosa; subyace otra clase de amor que no conozco.
Gira el rostro y me ubica. Durante un lapso de segundo me permito admirar el poder que despliega esa “Hera” moderna, esa matrona mitológica que maneja hilos invisibles sólo con el tono de su voz o con el filo de su mirada gris.
 Después me pregunta sin rodeos si estoy segura de lo que quiero hacer. Yo le respondo que sí -Sé que ella no necesita más palabras-
―Entonces que así sea. Si eso es lo que verdaderamente quieres, no voy a oponerme. Espero te des cuenta que no va a ser fácil estar a la altura de las circunstancias y que  te va a llevar mucho más esfuerzo del que estás habituada ¿eso está más que claro, verdad?
―Sí, lo tengo más que claro mamá.
―Perfecto, no hay nada más que decir.
 Se levanta del sofá y camina rumbo a la cocina.
Estoy estática. No sé qué trama hay detrás de su discurso.
Papá se levanta, me besa la frente y me dice que me tranquilice, que todo está bien. Ricardo resplandece detrás de su sonrisa de dientes blancos y me comenta rápidamente acerca del papelerío que hace falta. Yo estoy aturdida. No me convence lo que acaba de suceder. No me creo el papel de madre dura pero comprensiva que acaba de desplegar ante nuestros ojos.
Media hora después la encuentro secando los platos.
Me mira entrar en la cocina y continúa con su labor.
Me siento en la mesa. Sé que quiere hablarme a solas. Lo intuí no bien se levantó, cual emperatriz despechada, y se alejó del living comedor.
―Estados Unidos no es Argentina ¿lo sabés, verdad? –me dice, sin apartar su mirada del plato—es un país muy distinto al nuestro, sus costumbres y las nuestras no coinciden en nada…
―Lo sé — la interrumpo con ansiedad—pero hablo inglés muy bien mamá.
―No es sólo el idioma. Me refiero a que es un lugar totalmente distinto a tu casa
―Sí que lo es–le digo, con una mueca casi peyorativa.
No bien termino la frase, me mira con severidad y avienta el repasador sobre la mesada.
― ¡No te atrevas un instante a suponer que aquello es mejor que tu hogar! ¿Qué te has creído Sofía? ¿Acaso pensás que la magnífica casa de tus tíos, los autos, las universidades y todo ese espejismo con el cuál fantaseas desde hace años es mejor que lo que tenés acá?
Quiero decirle que sí lo pienso, pero sólo bajo la mirada recordando la petición de Marcelo
―Tal vez ahora, con lo obnubilada que estás, no entiendas lo que intento decirte pero algún día lo vas a entender. No voy a impedir que te vayas, para nada. Tal vez porque siempre he sabido que tarde o temprano ibas a hacerlo. Es lo que querés y vas a tener éxito. Lo sé. Sólo espero que ese brillo no te encandile tanto que no puedas encontrar el camino de regreso a tu casa.

Nunca más volvió a decirme nada al respecto. –

Fotografía: Emil Schildt


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